Situar a la emigración cubana por orden de llegada es uno de las características más sintomáticas de la comunidad cubano-americana en los Estados Unidos.
Es como si por ósmosis, el hecho de vivir en este país, implicara un grado de desarrollo (o de corrupción) que borra todo vestigio de educación o principios de la persona.
En definitiva todos somos balseros. De una u otra forma, huimos, de nosotros mismos, del proceso revolu-cionario, de la familia o de delitos cometidos contra la sociedad cubana.
¡Pues entonces, no hay nada que reprocharse! Persigamos todos el sueño americano y en estas playas fun-demos una nueva vida.
El hecho de que lo consigamos o no, no depende de Cuba, ni de quienes viven en la isla, ni siquiera del Go-bierno de la isla: es parte de nuestra propia habilidad o calidad humana.
Entonces, ¿por qué la frustración y los golpes de pecho? ¿Por qué los alaridos de que nos han quitado todo, hasta la alegría de vivir?
Tal vez si hurgamos en lo profundo y oscuro de nuestros corazones veamos que el huir no trae la felicidad.
Ni en el horror vacui de las casitas repletas de adornos polvorientos y muñecos de plástico, en la selva de fotos amarillentas, aferrados a batuqueadas maletas, la encontraremos.
Hoy en día más de la mitad del millón de cubanos en los Estados Unidos y Puerto Rico tienen un pasa-porte cubano.
Pregúntenles a los atribulados funcionarios consulares de Cuba en Washington que reciben decenas de miles de llamadas diarias, de quienes buscan actualizarlo para viajar a la isla.
Entonces, si viajamos al terruño, si nos desesperamos por mandarles dinero y paqueticos a familiares y amigos, ¿por qué el miedo a expresar públicamente nuestro deseo de normalizar las relaciones con Cuba?
Esos mismos que en cada esquina pregonan su intransigencia, aquellos a quienes mi abuela, tajante como el machete de su padre mambí, llamaba a no llorar como mujeres el país que no defendieron como hombres, empeñan lo poco que tienen y se escabullen a la isla a la menor oportunidad.
¿Entonces cuáles principios cacareamos? ¿Del de ser balseros morales? ¿De la doble cara de decir algo y hacer otra cosa?
Los propios norteamericanos reconocieron públicamente que su política de diplomacia de guante blanco no funcionó y cancelaron los llamados contactos de persona a persona (people-to-people).
¿Saben qué? La influencia por ósmosis funcionaba, pero al revés: los norte-americanos llegaban im-presionados por la socie-dad cubana, no sólo por sus logros o contrastes: si no por nuestra gente, por lo que somos, mucho más allá que aquí.
La política de moral en calzoncillos de este exilio plagado de atorrantes y necios debe cambiar, no por Cuba y su Revolución avanzan-do a pesar de nosotros mismos.
Mientras dejemos en manos de mercachifles y politiqueros las relaciones con nuestro país seguiremos como estamos y lo que es peor, comprometemos el futuro de nuestros propios hijos.
Hoy, más que nunca, peligra el futuro de nuestra nación.
Estemos a la altura, aún por un minuto de los hombres y mujeres que el sacrificio del pueblo de Cuba exige para merecer llamarnos cubanos.
Debemos arrebatarle a los apátridas la iniciativa y reconocer, en plena calle, nuestro deseo de ser parte de la obra de un pueblo heroico que durante cuatro décadas defendió, al precio de incontables sacrificios, no sólo su honor y existencia, sino el nuestro.
Al menos, tengamos la honestidad y el decoro de reconocer que sin Cuba, nunca seríamos lo que somos en este país.
Por su pueblo prosperamos y recibimos respeto, de ellos nos viene el orgullo y el derecho a ser cubanos.