El negocio de la crisis
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Editorial
    Durante años las relaciones de los Estados Unidos con Cuba se han basado en dinámicas dictadas por instituciones de inteligencia, más que por políticas de estado.
  Analizando los acontecimientos de estas cuatro décadas, los puntos claves de las relaciones y los hitos que han marcado los niveles de tensión entre ambos países comprueban este aserto.
  Sin embargo, no sólo los políticos culpables y las partes muy interesadas que basan su nivel de vida en estos acontecimientos se han visto involucrados.
  Quien más ha sufrido en este largo y doloroso proceso ha sido la familia cubana.
  Separación, falta de comunicación, períodos completos de prohibición de viajes y encuentros familiares, y barreras de todo tipo a esos contactos, han sido el resultado de los esfuerzos de estos negociantes del dolor.
  Todo el mundo tiene su historia en esta orilla del canal y no voy a hablar de la isla, pues no vivimos allá, pero la comunidad de cubrir a todos con el manto de la sospecha y la duda, es muy cómoda a la hora de justificar injusticias y desplantes.
  Por las presiones de la politiquería necia y barata de quienes viven de la gritería y la amenaza en Miami, el Gobierno federal norteamericano ha instrumentado un complejo sistema de controles y sanciones a quienes se atrevan a ejercer su derecho a viajar a Cuba.
  Es de todos conocidas las prohibiciones de viajes, envíos de dinero o de la cantidad de aspirinas que cada seis semanas se pueden hacer llegar a un amigo o pariente.
  Sin embargo estos agentes del desorden no mueven un dedo para impedir las estafas y los costos increíbles de un viaje a la isla, impuestos por agencias de viajes que determinan por sus niveles de codicia los precios por un papel para viajar.
  Un ejemplo. Un cubano americano necesita una visa (permiso de entrada): $130.00 plus las cuatro fotos; un pasaporte cubano (oscila en mantenerse actualizado): $280.00 plus las cuatro fotos; un pasaje en un vuelo charter de una hora a la Habana: $329.00 y luego $50.00 de impuestos variados en el aeropuerto de Miami.
  Estas cantidades de dinero, normalmente en efectivo se pagan a estos agencieros en oficinas ubicadas en los más populosos barrios donde se concentra nuestra gente, tanto en Miami, como en New Jersey, los Angeles o Chicago, entre otras ciudades.
  Pero, ¿cumplen todos con las famosas y entrecruzadas regulaciones federales? Por supuesto que no.
  Para ejercer este trade, estas agencias de viajes necesitan tener una licencia federal del Departamento del Tesoro para procesar estos documentos: el 90 por ciento no la tiene.
  Aparte de ello una licencia del estado de la Florida para vender esos boletos: el 95 por ciento no la tiene.
  O una licencia y un bono de depósito para enviar dinero a Cuba: el 95 por ciento no lo tiene.
  No vamos a contar aquí los permisos del Departamento de Comercio federal, o de los condados y ciudades donde están ubicadas estas oficinas.
  ¿Qué hace el Gobierno federal al respecto? Como los tres monitos: ni oigo, ni escucho, ni digo.
  Sin embargo, esta conspiración del silencio no solamente llega a las autoridades federales. Ni siquiera los funcionarios estatales, o de las ciudades o condados involucrados se preocupan por que se cumpla la ley.
  Otra parte cómplice es la prensa local. Nunca se escribe una línea sobre el tema de los viajes que no sea para insistir en que sean prohibidos.
  ¿A dónde fue a parar el concepto tan cacareado del periodismo democrático norteamericano de defender los intereses del público e informar con veracidad? No es nada más que representativo.
  Este famoso negocio de la crisis alimenta a demasiada gente para que se detenga ante algo tan sencillo como hacer cumplir la ley o proteger al consumidor.
  Hay muchos intereses relacionados y dependiendo de que se mantenga un embargo para mantener controles, presiones y chantajes que les permitan vivir de controlar puertas y cerrojos, o lo que es peor, arrogarse el derecho al contacto entre familias y a la normalización de las relaciones entre dos pueblos vecinos.
  Pero seguimos siendo borregos. Nuestras comunidades siguen atenazadas por el miedo y controladas por microfoneros que cambian de bando en la medida de sus intereses.
  Los pueblos son libres cuando controlan su miedo al futuro. No necesitamos leer constituciones o cantar himnos para aprender como enfrentar la injusticia.
  Mientras necesitemos traductores para nuestras libertades, careceremos de la valentía para exigirlas. .